INSTITUTO DE INDOLOGÍA

EL MITO EN LA TRADICIÓN INDIA

Susana Ávila Gómez

 

 

Podría sorprender en un ciclo sobre “Panorámica actual de la India” (subrayo lo de “actual”) el que se incluya el tema del mito, por cuanto que es un término que evoca leyendas y misterios lejanos que nos remontan más atrás de a donde los datos históricos nos podrían llevar. Sin embargo, la mitología india es un organismo vivo, que goza de actualidad y vigencia.

Cuando el hombre necesita hallar una explicación de lo que le rodea, deifica lo que no entiende, busca el origen del Universo, hace una especulación metafísica para aclarar las causas primeras y el mito surge como símbolo, para poder dar una explicación racional. Ya dijo Platón que el mito es portador de grandes verdades, que no están documentadas, pero están.

Por ello, la leyenda es en la India, como en todos los pueblos cuya civilización floreció en la antigüedad, el vehículo de expresión de la filosofía y la religión para unas gentes con una cultura, por lo general, muy poco desarrollada. A través de un hecho, en la mayoría de las ocasiones heroico, se imparte una enseñanza que se retiene en la memoria. Así es, al igual que la parábola, el medio de unión entre el pueblo y el sacerdote como maestro al tiempo que el más firme exponente de sus propias ideas y tradiciones.

Representa la más fecunda fuente inspiradora del arte, no sólo plástico, sino también narrativo y escénico, así como la motivación más profunda de sus costumbres y hábitos de vida, porque lo que más caracteriza a la leyenda en la India es su actual vigencia como consecuencia sencilla y simplemente de los cultos que hoy en día se practican.

La leyenda no apareció en un lugar determinado, en un momento o bajo un reinado, sino que ha surgido a lo largo de un laborioso proceso de formación y perfeccionamiento hasta dar lugar a dos de las más grandes epopeyas de la antigüedad: el Rámáyana y el Mahábhárata.

 

El Diluvio

Los primitivos habitantes, distribuidos en agrupaciones tribales, tenían una religión bastante simple basada en un credo monoteísta en el que fundamentaban todo aquello que no podían comprender. Dos eran esencialmente sus focos de interés: la Creación del Mundo y el Diluvio Universal.

El hecho de que una vez llovió hasta anegar la tierra ha sido estudiado por todas las culturas. Entre los bhils, tribu asentada en la India Central, se cuenta la historia de un lavandera y una lavandera que habían sido creados junto con otros hombres: Pero mientras que los lavanderas se habían conservado puros, los demás hombres se habían desviado del camino de la virtud. El Ser Supremo (Bhagaván, en este caso), furioso por el comportamiento del género humano, decidió anegar el mundo, pero un pez advirtió de ello a la pareja de lavanderos que se salvaron del desastre flotando en una calabaza vacía. Cuando Bhagaván se dio cuenta de lo sucedido, castigó al pez por meterse en sus asuntos y contravenir sus disposiciones y casó a los lavanderos para que dieran origen a la humanidad presente.

Para los khondos, tribu de origen drávidico asentada en la región de Orissa, los supervivientes del Diluvio fueron dos hermanos que se salvaron en una calabaza. Pero apuntan una cuestión aguda: si eran hermanos no podían casarse y dar lugar a la raza humana, por ello aparece una diosa de la viruela que los hizo enfermar y separó. De ese modo, cuando se volvieron a reunir ya no se reconocían como hermano y hermana sino como marido y mujer.

Este planteamiento tan simple contrasta con el esplendor de la cultura védica cuando en el Shatapatha Bráhmana volvemos a encontrar este mito indicando unos detalles que ponen de manifiesto su grado de madurez:

El demonio Hayagríva se había apoderado de los cuatro libros sagrados, los Vedas, y las gentes, al encontrarse sin la ayuda de la palabra sagrada, olvidaron las buenas costumbres y se dieron al desenfreno. Los dioses decidieron purificar el mundo anegándolo y Vishnu quedó encargado de salvar al único ser que había mantenido intactos sus valores éticos a pesar de la depravación en que había caído la sociedad. Este personaje era el rey Satyavrata a quien un día se dirigió un pececillo pidiéndole que le salvara la vida. El pez (matsya), que no era otro sino Vishnu encarnado bajo aquella forma, tomó contacto con Satyavrata y le anunció el Diluvio que habría de venir.

El rey emprendió la tarea de construcción de una nave y tan pronto como comenzó a llover, se introdujo en ella, la ató a la cola del pez y se dejó arrastrar hasta los montes septentrionales.

Cuando las aguas se retiraron y Satyavrata pudo pisar de nuevo tierra firme, reconoció la mano divina en todo cuanto le había sucedido, preparó un improvisado altar y ofreció al dios una ofrenda de leche cuajada, manteca y miel. Vishnu se presentó de nuevo, pero ahora bajo su divina forma, llevando los libros sagrados que había recuperado del poder del demonio y entregándoselos le encomendó que se los enseñara a sus descendientes.

La cuestión, en ese momento, era cómo tener descendientes. Pero ante la sorpresa del rey, la ofrenda se transformó en una bella mujer con la que tuvo un hijo. Aún quedaba el escollo de la reproducción de las especies animales: ¡a tradición cuenta que él se transformó en caballo y ella en yegua, luego él en toro y ella en vaca y así sucesivamente para dar lugar a todo el reino animal.

He querido citar este ejemplo para analizar la evolución experimentada por un mito, observando las distintas versiones que pueden hacerse del mismo.

 

Las etapas en el desarrollo cultural de la India

El desarrollo del mito ha seguido la misma trayectoria que la historia social, política y cultural de la India.

El pueblo ario que llegó a la India en los albores del II milenio dividía su sociedad en tres categorías: a la cabeza figuraba el rey (rája) asistido por las asambleas de nobles (kshatriyas) y por debajo la gran masa popular (vis). Sus dioses respondían a esta misma estructura: El rey y la clase soberana atribuía a sus deidades, denominadas genéricamente Ádityas, la administración misteriosa y regular del mundo. El segundo nivel social rendía culto a dioses guerreros, los Rudras, cuya naturaleza ponía en juego el valor y la fuerza. Y el pueblo, más preocupado por lo cotidiano del día a día, adoraba a los Vásus, dioses de la fecundidad, ampliada a una serie de consecuencias como la salud, la longevidad, la prosperidad, etc.

Su contacto con los pobladores del subcontinente indio modificó radicalmente sus planteamientos. Se encontraron en medio de una espesa selva donde no era posible la vida libre, seminómada, con una economía basada en los rebaños. La llanura del Ganges estaba cubierta de bosques habitados por tribus muy inferiores desde el punto de vista militar, pero que dominaban a la perfección el terreno. La estrategia de los conquistadores tuvo que cambiar la táctica de una batalla abierta por una guerra de guerrillas en la que la tala de árboles constituía un capítulo importante para poder avanzar. Poco a poco fueron entrando en contacto con los dioses nativos, ello les introdujo en un mundo selvático, siniestro, plagado de maléficos demonios. Tomaron conciencia de que para enfrentarse con ellos necesitaban algo más que armas y técnicas militares, y debían imponer su propia magia para vencer los encantamientos indígenas. En este estado de cosas surgió una clase sacerdotal, armada de un complejo ritual y cuyos servicios eran imprescindibles, por ello reclamaron un reconocimiento que hasta entonces sólo se había dispensado a los guerreros.

Esta evolución social tuvo una incidencia directa en el terreno religioso. Las categorías divinas de los arios, referenciadas con parámetros sociales, experimentaron una transformación paralela. Los dioses soberanos se ensombrecieron hasta casi extinguirse. Los dioses asociados a la labor guerrera y fecundante prevalecieron pero dominados por las leyes de la magia que regían todo. Cualquier símbolo divino requería un sacrificio, un ritual y al final éste se personificó en Brahmá. Había nacido el brahmanismo.

La aparición de Buddha y Mahávíra fue un auténtico revulsivo en la sociedad brahmánica que vio cómo sus fundamentos se tambaleaban, por ello los brahmanes buscaron un refuerzo en dos ramas heréticas: vishnuismo y shivaísmo, con los que se conformó lo que hoy conocemos por hinduismo.

Empezando con los mitos de los primitivos arios encontramos que adoraban a las fuerzas de la naturaleza cuyo control se escapaba a su entendimiento. Estas formas religiosas entroncan con la rama común de la que formaban parte los cultos iranios anteriores a la reforma zoroástrica, ya que ambos pueblos compartían la vida y el lenguaje de sus antepasados, habitantes de la Áryana (literalmente, el país de los arios), en el umbral de la historia.

 

Indra

Indra es la divinidad más emblemática de los arios. El vedismo le consideró el más importante de los dioses y un alto porcentaje de himnos del Rig Veda le están dedicados. Luego, durante el brahmanismo, conservó su prestigio e incluso mantuvo esa supremacía durante el budismo que es a lo más que podía aspirar en una religión que no consideraba a los dioses. Su propio nombre es calificativo de realeza y múltiples episodios relatados en la literatura clásica utilizan el término “el Indra de...”, para indicar “el rey de...”.

Se le asocia a las nubes benéficas que fertilizan los campos de la India en la época del monzón y representa los movimientos y la fuerza que, aplicada a la batalla (la batalla del aire es la tormenta), proporciona la victoria, el botín y el poder. Para acometer sus hazañas se embriagaba con el amrita, el néctar de la inmortalidad, que da vigor y poder. Se cuenta que nació de Aditi en una caverna y durante algún tiempo su madre le tuvo oculto, pero habiendo probado el amrita, creció de tal manera que a su vista el Cielo y la Tierra huyeron y se separaron, ocupando él el espacio intermedio. Su reino fue desde entonces el aire, la atmósfera, espacio en el que normalmente vivían los dioses.

Numerosas son las leyendas que relatan las luchas de hidra con los demonios e incluso con otras divinidades. Había un monstruo que tenía tres cabezas: con la primera leía los Vedas, con la segunda se alimentaba y con la tercera veía todo el mundo. Al ver que su fuerza aumentaba y que las apsarás (ninfas) no conseguían seducirle, los dioses pidieron ayuda a Indra para que les librara de semejante monstruo y el dios, revestido de su divina fuerza, le mató.

Tvashti, el arquitecto de los dioses, creó a un monstruo, Vritra, para vengar al gigante de tres cabezas. Vritra, haciendo gala de su astucia y consciente de la finalidad para la que había sido concebido, consiguió un primer triunfo cogiendo descuidado a Indra y tragándoselo. Pero el accidente quedó sólo en un susto cuando las apsarás hicieron bostezar al monstruo y el dios pudo salir de nuevo sin sufrir ninguna lesión.

Experto en trucos, magias y ardides, Vritra cosechaba victoria tras victoria hasta el punto de que llegó a un trato con los dioses mediante el cual no podía ser atacado ni de día ni de noche, ni con armas hechas de madera, piedra o metal. Así pasó algún tiempo durante el cual, protegido por tan curiosa tregua, pudo hacer sus fechorías impunemente. Pero el hábil Indra encontró la feliz solución.

Por aquel tiempo vivía Dadicha, sabio y piadoso hombre que había aprendido los misterios más profundos de la teología y también que perdería la cabeza si los revelaba. Faltó a su promesa y sufrió la pena que había merecido y a partir de ese momento su cabeza dejó de pertenecerle. Con los huesos de ella, Indra fabricó unas armas apropiadas —que, evidentemente, no eran de madera, ni de piedra, ni de metal—y aprovechando la caída de la tarde, a esa hora en la que ya no era de día, pero cuando aún no había llegado la oscuridad de la noche, salió de su residencia y acometió contra Vritra quien, ante lo inesperado del ataque, no pudo resistir y cayó vencido.

Su biografía no tiene desperdicio: fue vencedor de los malvados demonios, que intentaban apoderarse de sus vacas (nubes); se convirtió en un gran héroe y cuantos genios del mal hubiere vivían aterrorizados por él; envió a las tentadoras apsarás (ninfas) a perturbar las penitencias de los ascetas que, mediante severas mortificaciones, aspiraban arrebatar el poder de los dioses; y engañó, en cuantas ocasiones pudo, a su esposa.

 

Váyu

En la misma línea de dios fuerte esta Váyu, el Viento, más preocupado por la eficacia física inmediata que de los efectos morales o sociales de su fuerza.

Cuando Indra atacó al temible demonio Vritra, convencido de que era el más débil y de que había fallado el golpe, se escondió y los demás dioses se ocultaron con él. Poco después pensaron que no sabían con seguridad si Vritra había muerto o si todavía vivía, y para averiguarlo encargaron a Váyu la tarea de descubrirlo. El motivo de la elección era la facultad que tenía Váyu de correr tanto hacia atrás como hacia adelante, de proseguir su camino libremente si Vritra estaba muerto o de encerrarse en el refugio si estaba vivo.

La recompensa que recibió por este servicio fue la primera ofrenda del sacrificio.

Ya decíamos que es un dios fuerte y su comportamiento a veces dista mucho de seguir unos cánones, como mínimo, educados.

El rey Kushanabha de Kanauja tuvo cien hermosas hijas que el Rámáyana describe como perfectas, deslumbrantes de juventud y de hermosura, cubiertas de adornos, divirtiéndose en un parque encantador, semejante a cien estanques en la estación de las lluvias. En definitiva, se podía decir que su hermosura no tenía comparación en la Tierra.

Váyu, prendado de ellas, las declaró su divino amor asegurándoles que si dejaban su naturaleza humana él las haría inmortales. Ellas se negaron, ya que no era voluntad de su padre ese matrimonio, y entonces Váyu, furioso, las deformó, haciéndolas aparecer como contrahechas.

Kushanabha, que había resuelto unir a sus hijas con el rey Brahmadatta, se dirigió a su futuro yerno pidiendo compasión para las muchachas. Menos mal que este personaje, noble y virtuoso, al tocar con su mano a sus futuras esposas, les devolvió su primitiva belleza.

 

Agni

Agni, dios del fuego, fue una divinidad muy venerada como máximo representante de un elemento tal útil para el hombre como indispensable para los sacrificios.

El ceremonial y el sacrificio giran en torno a Agni, que los preside, aun cuando él no sea el principal destinatario. Se le considera como un veloz mensajero que viaja entre el Cielo y la Tierra, comisionado tanto por los dioses como por los hombres para mantener la mutua comunicación, para cantar a los inmortales los himnos y para hacerles llegar las ofrendas de sus adoradores. Acompaña a los dioses cuando estos visitan la Tierra y comparte la adoración y el respeto que ellos reciben.

Con todo ello, el sentido devorador del fuego le dio un aspecto siniestro: basta recordar la alegoría de que tan pronto nace (se enciende) y devora a sus dos madres (los dos palitos de madera que frotados le han hecho brotar).

A veces se le identifica con el Sol, por la correlación natural Fuego—Sol, pero rara vez se les confunde, puesto que el Sol es Súrya, una deidad muy concreta, que está en el Cielo y Agni posee un ámbito mucho más amplio, abarcando los tres mundos, porque, como tal, es el fuego del Cielo (el sol), el fuego del Aire (el rayo) y el fuego en la Tierra (el fuego del hogar).

 

Súrya

No deja de ser sorprendente que en un tiempo en el que todos los pueblos descubrían expresiones simbólicas del sol, el Rig Veda presente a Súrya como una divinidad subordinada a otros dioses.

De hecho, el Rig Veda alude a un solo mito de Súrya aunque por sí mismo ya tiene gran valor. Las diferencias entre Indra (el cielo y la tormenta) y Súrya (el astro solar) eran un tema tan substancioso como para que no se desperdiciase, así los autores de los Vedas presentan la rueda del carro solar hundida, arrancada o robada por Indra, idea probablemente surgida de la alegoría en la que se describe el oscurecimiento del Sol con alguna tormenta, pero la recreación de este mito se transmitió hasta la época puránica y tanto el Rámáyana como el Mahábhárata recogieron el tema.

En el Rámáyana:

Al producirse el momento supremo en que Vishnu aceptó encarnarse en la finura del príncipe Rama para poder combatir el poder del demonio Rávana, los dioses crearon un ejército de monos con objeto de que le ayudaran en su misión. Así Indra creó a Báli y Súrya a Sugríva, a quienes hicieron nacer en la Tierra como hermanos, hijos del rey de los monos. Ambos crecieron en armonía y tomaron esposas. A la muerte del rey, Báli, como hermano mayor, subió al trono y gobernó con sagacidad su reino.

En una ocasión, un demonio llamado Máyáví retó al rey a un combate. Báli se dirigió al lugar del encuentro escoltado por su hermano. Cuando tuvo enfrente a Máyáví, éste se asustó y corrió a refugiarse en una gruta a donde le siguió el rey que encomendó la custodia de su puerta a Sugriva. Durante un año esperó el noble mono a su hermano, pero como no saliese y el silencio reemplazase los horribles ruidos del combate de los primeros tiempos, supuso que había muerto y regresó a la capital donde realizó las honras fúnebres y él mismo se coronó.

Al cabo de algún tiempo, y contra todo pronóstico, Báli regresó de la terrible pelea, victorioso aunque maltrecho. Creyendo que Sugríva le había traicionado, le expulsó de la corte y le despojó de su esposa, a la que incorporó a su harén. Sugríva se retiró entonces a vivir su exilio.

Allí conoció a los príncipes Rama y Lakshmana, quienes buscaban afanosamente a Sita, la esposa del primero, que había sido raptada. El mono les ofreció su ayuda en la búsqueda, pero antes debía resolver sus propios problemas y Rama asumió el papel de vengador de Sugríva. Para ello le convenció de que retase a su hermano a un combate singular, durante el cual el príncipe (con una actuación que dista mucho de la nobleza con la que habitualmente actúa el divino Vishnu) debería disparar la flecha que acabase con su enemigo. Pero era tal la semejanza de los dos hermanos que Rama fue incapaz de decidir cuál debía ser su blanco y la refriega terminó con la victoria de Báli y un quejumbroso y dolorido Sugríva. Recuperado el mono, Rama emprendió la no fácil tarea de convencerle de que le retara nuevamente a otro combate, pero esta vez le dio un collar con el que diferenciarle de su enemigo y así durante el combate disparó la flecha que acabó con Báli en beneficio de Sugríva, quien recompensó al príncipe con una valiosa ayuda en el campo de batalla de Lanká.

En el Mahábhárata:

Nuevamente volvemos a encontrar este enfrentamiento entre Indra y Súrya en las personalidades de los dos hermanastros Arjuna y Karna. Una joven, Kuntí, había recibido del sabio Durvása un don consistente en unas fórmulas mágicas por las cuales podía conseguir los favores de un dios. Una tarde, Kunti subió a la terraza de su palacio y desde allí contempló, cautivada, el disco solar con todo su esplendor en el momento en el que se le dirigían las oraciones. Aquello no era simplemente la visión del astro, sino la consciencia del dios Súrya, y la joven e inexperta Kuntí no pudo resistir la tentación de llamarle con la fórmula mágica e inmediatamente el dios se le apareció. Un poco asustada, Kuntí le pidió que se fuera como había llegado, pero aquello ya era imposible. Kuntí le suplicó asegurándole que había actuado sin pensarlo, pero el dios se mostró inflexible prometiéndole que pondría en el mundo un hijo glorioso, a lo que añadió la condescendencia de que después del parto recuperaría su virginidad.

Pasado el tiempo, vino al mundo un niño magnífico, muy parecido a su padre. Su madre, para ocultar la falta, lo llevó en plena noche al río, lo colocó en una canasta y, confiándole al propio Súrya primero y a los demás dioses después, lo dejó deslizarse por la corriente. Siguiendo el curso del río y pasando de uno a otro, llegó hasta el Ganges y allí, a su paso por Hastinápura, fue encontrado por el cochero del rey cuya mujer había sido incapaz de darle hijos, por lo que le adoptaron bajo el nombre de Karna y fue educado junto con los príncipes llamados Kauravas.

Más tarde Kuntí fue desposada con el príncipe Pándu, quien debido a una maldición se había visto obligado a hacer voto de castidad, pero precisamente la suerte le había deparado una esposa capaz de remediar su falta de descendencia y pudieron poner en el mundo a los Pándavas. Tras invocar primero al dios de la justicia y tener un primogénito sabio y justo, invocó al dios de los vientos que le concedió un hijo dotado de una fuerza singular, luego tocó el turno a Indra que la permitió alumbrar al príncipe Arjuna.

La rivalidad entre Karna, hijo de Súrya, y Arjuna, hijo de Indra, se manifestó desde la infancia de los dos personajes. Sus ejercicios armados eran auténticos torneos y la toma de postura por los bandos opuestos quedaba, muchas veces, por encima de sus ideologías.

El momento cumbre habría de ser la gran guerra en el campo de Kmukshetra. Durante los primeros días de la batalla, Karna y Arjuna se buscaron sin cesar, pero en cada ocasión fueron separados por remolinos humanos, pero cuando Karna asumió el mando del ejército Kaurava se enfrentó abiertamente con su enemigo. Arjuna lanzó una flecha extraordinaria que se hincó en el carro de su enemigo y la tierra devoró la rueda izquierda. Karna saltó del carro y cogió la rueda con ambas manos para arrancarla del suelo, pero todo fue en vano y en aquel momento otra flecha hizo blanco en su cabeza.

Esta leyenda expone mucho mejor que la del Rámáyana el mito védico de la rueda hundida o desprendida del carro solar.

 

Ashvin

Con Súrya se abren paso las divinidades estelares entre las que encontrarme a Chandra, dios de la Luna, Ushá, la Aurora o los Ashvin, los crepúsculos matutino y vespertino, aunque éstos debieron recorrer un largo camino hasta su reconocimiento como seres divinos.

El mito de los Ashvin pertenece a esa clase de leyendas en las que dos elementos distintos, el cósmico y el humano, se han ido fundiendo gradualmente en uno solo. Su elemento humano viene representado por aquellas historias que hacen referencia a las curaciones maravillosas efectuadas por los Ashvin y a sus bondadosas actuaciones; el elemento cósmico es el relacionado con su naturaleza luminosa. Una tradición, no explícita en los himnos del Rig Veda, pero constante en los Bráhmanas y en la epopeya, indica que los Ashvin al principio no formaban parte de la sociedad divina, caracterizada por la participación en los beneficios derivados del sacrificio. Hasta los dioses se opusieron de manera fuerte y decidida, belicosa en ciertas versiones; el motivo, expresado en formas diversas, en el fondo era siempre el mismo: “Los Ashvin no son nuestros iguales —dicen—; viven con los hombres, curan a los hombres”. Para convencer o intimidar a los dioses fue necesaria la astucia de un anciano.

En una ocasión, el asceta Chyávana, tan sabio como anciano, se encontraba practicando penitencias junto a un estanque y debido a su inmovilidad las hormigas invadieron su cuerpo y le cubrieron con sus nidos dejándole visible únicamente los ojos.

En esto, Sukanyá, hija del rey Sharyáti, llegó a aquel lugar y, movida por una irreflexión juvenil, clavó un alfiler en los ojos del santo que, reaccionó castigando a todo el reino. Para paliar los males, el rey Sharyáti ofreció a su hija en matrimonio a Chyávana a pesar de la gran diferencia de edad que les separaba.

Un día los Ashvin, seducidos por la visión de Sukanyá, que salía del baño, trataron de inducirla a renunciar a tan viejo y desagradable consorte y escoger por marido a uno de ellos. Pero la virtuosa mujer se negó a ser infiel a su esposo, y los médicos celestes, resistiéndose a darse por vencidos, le propusieron restituir a Chyávana la belleza y la juventud y luego ella elegiría por marido a uno de los tres. Aceptada la propuesta por la joven, los tres se sumergieron en el estanque para volver a salir seguidamente con idéntica belleza. No obstante, ella reconoció a su esposo, con lo que probó de esta manera su fidelidad conyugal.

La noticia del rejuvenecimiento del santo se difundió por todo el reino, y Sharyáti quiso preparar una gran ceremonia en honor de los artífices del milagro y dispuso un sacrificio a los dioses.

Estando así las cosas, Chyávana, también muy dichoso de haber recuperado dones que ya creía perdidos, puso su astucia al servicio de sus benefactores, se acercó al altar y tocó las ofrendas destinadas a los Ashvin. Al ver aquello Indra, se irritó muchísimo y pronunció una vivida arenga sobre aquello de lo que se privaba a sus compañeros, los Ashvin. Una vez que Chyávana hubo escuchado las sagradas e irrevocables palabras de Indra en las que aseguraba que los Gemelos eran sus crínanos, devolvió las ofrendas y los Ashvin no tuvieron otra opción que ser aceptados como dioses.

 

Yama

Este caso de humanos incluidos en el panteón mítico no es único. Entre las divinidades que llevaron los arios a la India se encontraba Yama, dios de los muertos rey de los Infiernos y señor de la Noche. Se le identifica con Dharma, rey de la Justicia, porque decide el premio o castigo correspondiente a las acciones llevadas a cabo por cada hombre a lo largo de su vida.

Yama nació como hombre y siendo así, fue el primero que tomó el camino del que no se regresa y así se lo mostró a sus sucesores. Aparece mencionado en los Vedas incluso en las Upanishads, que diluyen todo componente mítico en aras del camino hacia la mística. La Katha Upanishad narra la siguiente historia:

El joven brahmán Nachikethá, viendo a su padre dar todo lo que poseía en un sacrificio, dudó del auténtico valor de éste. Furioso el padre por este desprecio, maldijo a su hijo, consagrándole al Soberano de la Muerte. Nachikethá, por efecto de la maldición paterna, descendió a los infiernos, pero Yama no estaba y se vio obligado a esperar durante tres días a que regresara. Dejar de honrar a un brahmán como se merece era una falta muy grave, incluso para un dios, y Yama tuvo que pedirle disculpas y prometerle tres dones en expiación de su culpa.

Como primera merced, Nachikethá pidió volver vivo a casa y que su padre hubiese dejado de estar enojado con él. Seguidamente, quiso conocer cómo causan beneficios los sacrificios y las buenas obras. Y, finalmente, deseó enterarse de cómo evitar la muerte. Yama le concedió de buena gana los dos primeros; pero, en cuanto al tercero, trató de disuadirle, ofreciéndole todo tipo de privilegios difíciles de conseguir para un mortal. Pero Nachikethá permaneció inflexible en su empeño por obtener el conocimiento sobre la doctrina de la inmortalidad del alma.

 

El progreso teológico

El planteamiento simple y naturalista de los arios, expresado en los Vedas, fue evolucionando hacia una visión teológica más compleja, recogida en las Upanishads. En ellas, Yájñavalkya, uno de los grandes sabios de la antigúedad, ,| definió a la India como el país de un solo Dios y de millares de dioses. Pues bien, ese Dios (con mayúsculas), resultado de la especulación metafísica y lo más próximo a la idea de Absoluto, se llamó Brahmá.

Algunas de las figuras aparecidas en los Vedas como Prajápati (el señor de las criaturas), Tvashti (el divino arquitecto) o Brihaspati (el maestro de los dioses representan una etapa intermedia en una complicada evolución que, partiendo i las divinidades de la naturaleza fueron transformándose hasta elaborar un dios supremo. Y aun cuando todas estas divinidades tienen una mitología, no muy brilla pero propia, sus nombres están asociados a Brahmá como epítetos.

 

Los reformadores

En el siglo VI a. de C. apareció la figura de Siddhártha Gautama, el Buddha, un príncipe que comenzó a enseñar una doctrina basada en la superación del mundo fenoménico por la eliminación de las pasiones y los deseos y más centrada en un control psicoanalítico que en una vida de mortificación como proponían los brahmanes.

Esta doctrina se vio fortalecida por la de un contemporáneo de Buddha, conocido como Mahávíra, que predicó el jainismo en la misma línea de eliminación de las pasiones, añadiendo además la supresión de toda violencia.

En estas condiciones, los brahmanes se dieron cuenta rápidamente de que su estructura necesitaba una inyección de fuerza, y recurrieron, por un lado, a las antiguas deidades védicas, rescatando un dios que hasta entonces había tenido muy poco que hacer, Vishnu, y, por otro, al símbolo fálico de la cultura del Indo, en la figura de Shiva. Nacen aquí dos ramas heréticas del brahmanismo, el vishnuismo y el shivaísmo, constituyendo un bloque central y homogéneo denominado hinduismo.

 

Brahmá

Con la nueva disposición, Brahmá ya no era el Ser Supremo, el Absoluto, sino sólo un tercio del mismo, una manifestación de éste, como dios creador. A partir de ese momento el Ser Supremo se denominó con voces derivadas de su antiguo término, la más común fue Brahmán.

El engarce de las dos religiones, la mítica y la mística, requiere que este Absoluto se manifieste en tres momentos: Brahmá como dios creador, Vishnu como dios conservador y Shiva como dios destructor y a la vez fecundador.

Rebajado de su hierático pedestal, Brahmá aparece como una divinidad personal, susceptible de tener con los hombres una relación, cosa que le resultaría imposible al Absoluto. Se le considera regulador del Universo y alma del mundo, padre y maestro de todas las criaturas. Se dice que a la vista de la magnífica obra de la creación, Brahmá se sintió orgulloso y quiso ser semejante al Absoluto. Pero éste no fue su único pecado.

Brahmá creó de su propia sustancia inmaculada una hembra, a la que llamó Sarasvatí. Viéndola nacer tan bella y radiante, y haciendo caso omiso a que emanó de su propio cuerpo, fue herido por las flechas del amor y la contempló extasiado.

Sarasvatí se fue hacia el lado derecho de la deidad, pero como Brahmá deseó mirarla, una segunda cabeza creció de su cuerpo. Al irse ella hacia atrás y hacia la izquierda, otras dos cabezas aparecieron. Al final voló hacia el cielo, y como Brahmá astaba ansioso por mirarla allí, inmediatamente, se formó otra cabeza.

Pues bien, estos pecados tuvieron como penitencia encarnarse cuatro veces, una en cada uno de los cuatro periodos en que se divide un ciclo de la humanid en el primero (Satya Yuga) fue un cuervo poeta llamado Kákabhushundí; en segundo (Treta Yuga) personificó a Válmikí; en el tercero (Dvapara Yuga) encarno en Vyása; y en el cuarto (Kali Yuga) tomó la personalidad del poeta Kalidása, cu existencia es real, pero cuya importancia es tal que no puede eludir esta relación con la divinidad.

Pero a pesar de haber descendido al mundo de los mitos y la leyendas y equiparado con sus dos competidores, su culto nunca ha conseguido desprenderse de matices transcendentes, lo que le ha impedido extenderse de una forma popular.

 

Vishnu

La adquisición de los nuevos dioses, situados en posiciones releva necesitó de un cierto curriculum. Vishnu centró sus dos encarnaciones importantes en las personalidades de dos héroes de las grandes epopeyas. El príncipe Rama del Rámáyana, y Krishna en el Mahábhárata, de manera que estas obras se llegaron a plasmar por escrito, la tradición había atribuido ya papeles estelares de forma satisfactoria.

Esta divinidad procedía del mundo védico, que le presentaba bajo la fig de un enano recorriendo el gigantesco mundo en tres pasos:

Del cual los tres pasos llenos de dulzura, inagotables embriagan por su propia iniciativa; el cual ha fijado por tres la tierra, el cielo y todos los seres. (Rig Veda 1,154,4).

 

Aquel primitivo Vishnu estaba íntimamente asociado al culto solar, al culto del fuego, y su simbolismo conduce a que esos tres pasos representen las tres formas ígneas del dios: la llama en la Tierra, el relámpago en el Aire y el sol en el Cielo. La realización de estos tres pasos resumía toda la grandeza del Vishnu védico, que) en aquellos primeros tiempos, encerraba un tesoro mítico que no se pudo desarrollar hasta la época puránica.

Durante el periodo del Treta Yuga, a Vishnu le correspondió luchar contra e asura (demonio) Mahábalí, quien, mediante una austeridad ascética, conseguido innumerables poderes con los que se dedicaba a perjudicar a los dioses buenos y con el que llegó a destronar al propio Indra.

De esta manera su dominio abarcó los tres mundos, y Vishnu, toman aspecto de un enano, se presentó ante él y le suplicó que le concediera aquel que pudiera abarcar con tres pasos.

Mahábalí observó las diminutas piernas de su interlocutor y aceptó sus peticiones. Entonces Vishnu recobró su forma divina y con un paso recorrió la Tierra y con otro, el Aire. En aquel momento el genio reconoció la divinidad de Vishnu; no obstante éste no dio por finalizada su conquista hasta que con un tercer paso recorrió el Cielo.

Vishnu, generoso en su magnífica divinidad, lejos de dejar a Mahábalí sin nada, le envió a gobernar un paraíso en los Patatas, el mundo subterráneo, donde el genio construyó su morada. E, incluso, le concedió que una vez al año pudiese regresar a la tierra a ver a sus súbditos. Este hecho se conmemora con la festividad de Onam, celebrada especialmente en el estado de Kerala.

 

Shiva

Shiva, el dios nominalmente destructor, presenta una doble vertiente, por un lado destruye, lógicamente, pero por otro fecunda, porque la filosofía india no admite esta destrucción si no es para aparecer bajo otra forma distinta. Y en este aspecto es la representación del lingam, símbolo de naturaleza masculina, equivalente al culto fálico entre los griegos.

Al igual que Vishnu, su procedencia es muy antigua. Shiva había estado guerreando como dios de las tormentas y era invocado en los Vedas bajo el nombre de Rudra, quienes utilizaban la palabra shiva como adjetivo de significado “amable” para definir a algún otro dios. Pero también había que añadir su inigualable prestigio como símbolo fálico desde el comienzo de los tiempos. Antiguas tribus como los anasya o los habitantes del valle del Indo ya veneraban al símbolo fálico como un principio creador, de modo que la continencia sexual significaba una acumulación de energía creadora que permitía sublimar el mundo humano y transcender al mundo cósmico.

La personalidad de Rudra, previa a Shiva, es más importante que la del Vishnu védico, y se encuentra mencionada reiteradas veces en los Vedas, donde ya se deja entrever un carácter mixto, apareciendo como un arquero cuyas flechas llevaban la muerte y al mismo tiempo como un médico salvador si se le invocaba con fervor. Como dios de la tempestad acompañó en numerosas ocasiones a Indra, quien lograba depositar sus nubes fertilizantes en los campos gracias a la colaboración de Rudra y de sus hijos, a los que los Vedas describen como vientos, unas veces suaves y otras huracanados, en una acción ambivalente muy semejante a la de Shiva.

De Shiva se pueden contar numerosas leyendas, pero quizá la más notable es en la que se muestra como rey de la danza, su representación más característica.

En un bosque del sur de la India vivían cien sádhus (santones) muy orgullosos y un día Shiva salió de su residencia en el monte Kailása dispuesto a darles su merecido, pero los santones, al ver aparecer al dios, emplearon su poderosa magia y enviaron contra él un tigre. Lejos de asustarse, Shiva lo mató, lo desolló y con su piel cubrió su cuerpo. Después los sádhus le enviaron una serpiente venenosa, pero él, impasible, se la enrolló en el cuello a modo de collar. Por fin, cansados los santones de su poca fuerza, reunieron toda su sapiencia para crear un demonio que salió al encuentro de Shiva, pero de nuevo se vieron burlados cuando el dios se montó sobre el demonio. Engalanado de este modo, comenzó una fantástica danza que se denominó tándava, con tanta perfección que los cielos se abrieron y todos los dioses se asomaron para contemplar el magnífico espectáculo. Los sádhus se postraron reverentes ante el dios y le aclamaron como Shiva Natarája, Shiva rey de la danza.

Esta danza cobró un carácter metafísico, simbolizando, en un sentido más amplio, la actividad cósmica, la creatividad de la fuerza del pensamiento y la danza que imprime el ritmo vital del Universo.

 

Las diosas madres

El papel de la mujer en la mitología de la India es muy importante. Representa el principio femenino de la divinidad, que se manifiesta como Madre Divina, a la vez suprema y subordinada. Es suprema porque, a través de ella, emana el dios; en muchos episodios de las Escrituras se usa la expresión “querían casarle” referida a un dios para indicar que se le confería el poder de manifestarse; de manera que la componente femenina es la Potencia de manifestación, sin la cual no sería posible plasmar la esencia de la divinidad y también es subordinada porque, a partir de ese instante, le acompaña y le sigue como su compañera.

Así, Brahmá aparece acompañado por Sarasvatí, a la que la tradición considera diosa de la elocuencia, de la armonía, del lenguaje y de la ciencia. Es, también, la diosa de la música, cuyo difusor fue Váyu, el viento, e inventora del alfabeto devanagarí y de la lengua sánscrita.

Vishnu está acompañado por Lakshmí, diosa de la fortuna, de la belleza y del amor y quien, como la Venus latina y la Afrodita griega, nació de la espuma del mar.

Al igual que Shiva representa el lingam, símbolo de la naturaleza masculina, su consorte Párvatí se representa por el yoni, símbolo de la naturaleza femenina. El doble aspecto de Shiva se aplica también a Párvatí, cuya personalidad toma diferentes aspectos, desde los puramente benéficos y hasta candorosos hasta una luchadora tenaz, ávida de sangre y de destrucción.

 

Ganesha

Además de esta trinidad, el hinduismo proporciona otros dioses que añadir al panteón védico.

Ganesha preside la Sabiduría y el Destino; fue el inventor de la astronomía y las matemáticas y es el inspirador de los grandes pensamientos. Su figura no se incluyó entre los seres divinos hasta el siglo II de nuestra era, con el hinduismo completamente afianzado.

Su curiosa figura con cabeza de elefante y una enorme barriga le ha popularizado enormemente. La causa de su aspecto es explicada en varias versiones en los diferentes Puránas o historias antiguas que recopilan los mitos.

El Shiva Purána cuenta que estando Párvatí bañándose en sus habitaciones fue sorprendida por Shiva y pensó buscar un guardián para su puerta. Con este fin tomó el rocío de su cuerpo y barro y formó a Ganesha. Cuando Shiva quiso entrar, se encontró con la decidida oposición del guardián que se enfrentó no sólo al dios sino a toda su corte. Shiva, furioso al ver contravenidos sus deseos y el honor de la tropa celestial en entredicho, cortó la cabeza de Ganesha.

Párvatí entró en liza con su esposo, que no tuvo más remedio, para evitar males conyugales mayores, que enviar a sus emisarios con la orden de traer la cabeza del primer animal que encontraran. Éste resultó ser un soberbio paquidermo y Ganesha fue resucitado con la cabeza del elefante.

Hay otra versión de este mito, la del Brahmavaivarta Purána, que narra cómo Párvatí, después de su matrimonio con Shiva, deseando grandemente tener un hijo, practicó una serie de ritos. Propiciada así la suerte, nació un niño, al que llamaron Ganesha y todas las divinidades acudieron a visitarle y a otorgar sus presentes. Pero Shani, el dios del planeta Saturno, que en la India, igual que en la astrología occidental, representa todo lo que son obstáculos, problemas y retrasos, no quiso dirigir la mirada sobre el recién nacido pues conocía el poder destructivo de la misma; pero Párvatí, no deseando que su hijo careciera de las dificultades que, encontradas durante el crecimiento, proporcionan una suprema madurez, le obligó a hacerlo. Shani fijó la vista en el niño y al instante la cabeza de éste saltó por los aires. Párvatí maldijo a Shani quien, por consejo de Brahmá, cortó la cabeza a un elefante y reemplazó la de Ganesha.

La otra característica singular de su aspecto era su voluminosos cuerpo y ello era debido a su afición a la comida.

 

Karttikeya

También entre los descendiente de Shiva figura Karttikeya, dios de la guerra. Su aspecto es también bastante singular, pues si su hermano Ganesha tenía una cabeza de elefante, a Karttikeya se le representa con seis cabezas.

El Shiva Purána cuenta que en una ocasión unos ascetas solicitaron de Shiva un campeón que les librara del demonio Taraka que les importunaba en sus meditaciones. Shiva, abriendo su tercer ojo en el centro de su frente hundió su poderosa mirada en un lago y del fondo surgieron seis niños. Como Párvatí quisiera abrazar a los seis, apretó tanto que los condensó formando un cuerpo con seis cabezas y este fue Karttikeya, que venció al gigante.

El Rámáyana da otra versión del mismo mito que sitúa el momento en que los dioses, temiendo que los descendientes de una pareja tan extravagante como Shiva y su esposa Párvatí, fueran demasiado terribles como para poder convivir con ellos, pidieron a estas divinidades que se abstuvieran de tener hijos. Pero cuando les llegó la petición, ya existía el germen de Kárttikeya y Agni lo recogió dejándolo caer en el río Ganges, donde se engendró esta divinidad.

En aquel momento llegaron las Kárttikas (las Pléyades), seis princesas hijas de otros tantos reyes, a bañarse en las aguas sagradas del Ganges y al ver la hermosura del niño quisieron amamantarle y él desarrolló seis cabezas para recibir el alimento por cada una de ellas.

Entre los dos hijos de Shiva existe un antagonismo ancestral: Ganesha es representante de la invocación a la fuerza espiritual a través de la sabiduría y Kárttikeya es símbolo de la confianza en la fuerza material por medio de la fortaleza física.

Hay un mito que pone en evidencia la oposición entre los dos hermanos: Shiva les había propuesto una prueba cuyo premio era la concesión de esposa, lo cual implicaba la capacidad de manifestarse. La prueba consistía en dar la vuelta a la Tierra lo antes posible. Kárttikeya montó sobre su cabalgadura, que era un pavo real, y acometió la empresa rápidamente, mientras que Ganesha, con toda la calma a la que le obligaba su voluminoso cuerpo, dio la vuelta en torno a Shiva y Párvatí siete veces. Cuando Shiva le preguntó el motivo de su comportamiento, Ganesha respondió que, según los Vedas, quien honre de esa manera a sus padres, adquirirá tanto mérito como si diera la vuelta al mundo. Y así se proclamó vencedor.

 

Ganga

Toda corriente de agua es sagrada en la India, pero el Ganges es el río sagrado por excelencia. Se personifica en la figura de Ganga, a quien una tradición hace hija de Shiva y Párvatí.

Estando un día Párvatí jugando con Shiva se deslizó maliciosamente tras él, y con sus manos ágiles le tapó los ojos; en ese momento la vida se extinguió en el Universo, el sol quedó sin brillo, las criaturas temblaron y el mundo se sumió en tinieblas. Aterrorizada, la diosa retiró las manos, pero de sus dedos brotó una gota de sudor que fue el origen de un río capaz de anegar la tierra y que tuvieron que ser contenidos por los dioses. Aquel que controló el propio Shiva frenándolo con su cabellera fue Ganga, la diosa-río.

 

Káma

Káma, dios del amor y del deseo carnal. Semejante al Eros griego y más aún al Cupido latino, se le representa armado de un arco y de las flechas de amor, acompañado frecuentemente por Vasánta, dios de la primavera. Como deidad su culto es muy antiguo, pues aparece ya en el Atharva Veda y está extendido por toda la Se le considera como hijo de Vishnu y de Lakshmí.

Durante uno de los largos periodos de ascetismo de Shiva, Párvatí, aburrida, recurrió a los servicios de Káma. Al principio el dios del amor se mostró reticente, pues conocía la furia de su presunta presa, e intentó hacer desistir a la solicitante. Pero Párvatí estaba completamente decidida a conseguir los favores de su esposo y así se lo hizo saber a Káma que, provisto de sus flechas, se dispuso a disparar una contra Shiva. El penitente marido, dándose cuenta del ataque antes de que pudiera actuar, le fulminó con la mirada convirtiéndole en cenizas.

Luego Káma consiguió renacer, pero esta vez como hijo de Krishna y de su esposa Rukminí, encarnaciones de sus padres, interviniendo en la gran guerra narrada en el Mahábhárata.

Ya en la época histórica también se ha trabajado sobre antiguos mitos y la literatura ha sido el mensajero que ha dado fiel testimonio de aquellas historias que un día se apuntaron y que luego se desarrollaron. Hoy en día, son numerosos los festivales que se celebran en una y otra parte del país en conmemoración de algún hecho heroico o, lo que es más chocante en la actual sociedad de consumo, para obtener los dones que ya obtuvieron sus antepasados que practicaron las ceremonias.

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